El frío diciembre de 1877 se arrastra sobre la superficie del lago Lemán para amontonarse en las orillas de La Tour de Peilz. Arrinconado en la ciudad suiza, Gustave Courbet apura su botella y con ella el resto de sus días. ¿Por qué el célebre pintor francés, un nombre obligado para cualquier enciclopedia de arte moderno, marca las últimas hojas de su calendario en el exilio?

Cuatro décadas antes, el joven pintor llegado de Ornans se hacía paso en el agitado escenario de París. Para mediados del siglo XIX, la burguesía francesa aún no había terminado con las tareas iniciadas en 1789. Bajo la inestable Monarquía de Julio, la capital de Francia se debatía entre los resabios del sistema feudal y la República. El profundo déficit del Estado sumado a la crisis comercial general, dejaban a la aristocracia financiera atrincherada en el parlamento. Afuera, la burguesía industrial [1] reclamaba su lugar para imponer definitivamente sus necesidades de expansión; al mismo tiempo, crecían la fuerza y la organización proletaria en las ciudades.

 

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